Monleras (Salamanca)
Recuerdo de Heliodoro Ramos (por José Antonio Ramos Pascua)
Setenta años atrás, la última guerra española, mal llamada civil, pues poco tuvo de civilizada, se llevó por delante con su satánico furor a nuestro tío Heliodoro Ramos García, como a tantos otros hombres y mujeres de religión, o de convicción, o de mala suerte.
Para la familia, este mártir salesiano recientemente beatificado en Roma es un orgullo y un misterio. Esperamos que interceda por nosotros allá en las alturas y nos tenemos por privilegiados al contar con la protección de un santo particular, que nos hace sentir como los antiguos romanos, con sus dioses lares en la cocina. Lo sentimos muy próximo en el corazón, pese a que muy poco sabemos de él. Nuestro conocimiento casi se reduce a lo que relata la esquela que en su día mandaron imprimir sus piadosos correligionarios y que incluye una fotografía borrosa y desvaída, la única que de él se conserva.
La mayoría de los que le trataron en vida ya abandonó el teatro del mundo. Tuvo, sin embargo, una hermana gemela que aún vive, con sus 92 años apoyados en un bastoncillo, y que todavía despliega, cuando le dejan, una actividad enérgica y cordial: nuestra querida tía Teresa Ramos García, misionera en el Perú casi desde que aprendió a andar. Cierto que aprendió tarde, porque su presentación en el mundo fue accidentada. Toda la familia estaba celebrando el nacimiento del que llamarían Heliodoro, un bebé sano, rollizo y sonrosado, cuando apareció por sorpresa aquel ratoncito enfermizo, minúsculo y oscuro que ni fuerza para llorar tenía. Nadie pensó que pudiera sobrevivir, pero aun así fue cuidada amorosamente y ella resistió, resistió y sigue resistiendo. Tardó varios años en conseguir desplazarse sobre sus débiles piernecitas, ayudada por el abuelo Rosendo, que alfombraba la calle de paja para amortiguar sus caídas constantes. Cuando al fin captó el secreto de la locomoción, anduvo y anduvo hasta los confines del mundo para ayudar a otros aún más desvalidos. Por esas ironías del destino, aquel ser aparentemente inviable se encamina, con sus pasitos otra vez vacilantes, hacia los cien años; mientras que su recio hermano apenas sobrevivió a la adolescencia. Cabría esperar que la tía Teresa nos hubiera contado mil historias de su compañero de claustro materno, pero desgraciadamente también ella le conoció poco; aunque, quizá por esa misteriosa vinculación de los gemelos, aún lo añora mucho. Según explicó con nostalgia, apenas pudo convivir con él durante la infancia. Debido a los extraños arreglos de la vida rural antañona, a Heliodoro le tocó criarse en casa ajena, a los pechos de una segunda madre, que oportunamente se llamaba Segunda y vivía en Sardón de los Frailes. Ese forzado destierro alimentario derivó en un alejamiento familiar que dificultó la comunicación. Luego, todavía adolescentes ambos hermanos, fueron voluntaria y f elizmente trasplantados a las órdenes religiosas que marcarían su destino, tan dispar en apariencia como parejo en el fondo.
Si hasta para su hermana gemela, Heliodoro es un misterio, ¿quién podría desvelárnoslo? Las madres suelen ser las más seguras cajas fuertes de la memoria de sus hijos, pero la madre de nuestros gemelos sólo pudo sobrevivir dos semanas a la noticia del salvaje final de su retoño.
Otros hermanos tuvo el mártir, pero también emprendieron hace tiempo el viaje sin retorno, y además no eran muy expresivos, o quizá nadie les preguntó. Hemos de aceptar que cuando La Parca decide madrugar, arrastra consigo hasta la biografía de sus presas, borrando su memoria todavía tierna. Sabemos que Heliodoro fue un mozo garrido y piadoso, aunque también travieso y no muy dado al estudio. Lo de la tendencia a la travesura es un dato que todas nuestras escasas fuentes de información reiteran infaliblemente.
Ante tal escasez de noticias, no es extraño que acogiéramos como quien descubre un tesoro escondido la aparición de una fuente inédita e inesperada en una residencia de sacerdotes ancianos de Salamanca. Allí habían ido a parar, obligados por el fallecimiento de su hermana Teresa, que hasta entonces los había cuidado con esmero, dos venerables clérigos conocidos en la comarca como “Los curitas”. Uno de ellos, D. Antonio, dijo conservar recuerdos muy frescos de Heliodoro Ramos García, a quien conoció de joven. De su potente memoria extrajo una anécdota, no muy sabrosa a primera vista, pero sí evocadora y significativa, que arroja un tenue rayo de luz sobre la figura del reciente Beato cuando contaba dieciséis o dieciocho años de edad.
Aunque Heliodoro era natural de Monleras, la historia sucedió en el pueblo vecino, y por supuesto rival, que ayer como hoy responde al pomposo nombre de Villaseco de los Reyes. Allí ejercía como párroco un pariente suyo al que admiraba mucho, Don Vidal. Trasladémonos, por tanto, a la iglesia parroquial de éste, en la Nochebuena de hace setenta y cinco años.
Don Vidal celebraba la Misa del Gallo todo lo esplendorosamente que permitían las estrecheces de la época. En aquellos tiempos duros la gente estaba muy disciplinada por el hambre y la lucha por la vida, de manera que los atrevimientos eran escasos y de poca monta. Por eso, pasmado y perplejo se quedó Don Antonio, que entonces todavía no portaba Don, cuando advirtió que su amigo Heliodoro, aspirante como él a la vida religiosa, poniendo entre paréntesis el recato y el decoro que requiere el ejercicio de tan noble aspiración, subía al Coro detrás de las mozas que desde allí se disponían a cantar en esa ceremonia tan señalada y gozosa. Parece ser que al Coro, una especie de balconcillo colgado en la trasera de la única nave de la modesta iglesia villasecana, mandaba Don Vidal a las mozas para protegerlas, y proteger de paso la solemnidad de la Ceremonia, de las posibles licencias que pudieran tomarse los mozos, cargados a esas horas de la noche, si no de aguardiente, sí de euforia, y enronquecidos de tanto cantar el ande, ande, ande la marimorena. Seguramente Heliodoro, espíritu cándido y sin malicia, sólo quería cantar al niño que nos nace en Navidad, pero sumergirse en aquel mar de tentaciones femeninas no era lo más apropiado para un futuro beato. Don Vidal resoplaba y lanzaba furiosas miradas a las alturas (del Coro), pero su primo, exultante como los ángeles cantores, flotando en el séptimo cielo, no se daba por aludido. No contento con aquella imprudente invasión del gineceo musical de Don Vidal, al terminar la Misa se arrancó nuestro beato con un solo a capella que todavía hoy estremece al Curita, y cuya letra y música es capaz de reproducir sin errar una nota. Como yo no tengo tanta memoria, sólo sé decir que la música era religiosa y que la letra hablaba de unas palomas que vuelan al alto palomar, como las almas al cielo. No sospechaba el cándido cantor que estaba augurando su inminente destino.
Terminada la Misa y desperdigados los asistentes con el corazón regocijado en aquellas Navidades de entonces, que por carecer de todo bienestar material, se gozaban en el alma, llegó el momento de afrontar las consecuencias de la osadía inaudita: la terrible catilinaria de Don Vidal. La regañina fue de las que dejan huella en los anales de la historia. Heliodoro la escuchó con humildad y recogimiento, como una prolongación de la homilía, sin rechistar palabra, y reprimiendo como podía la sonrisa de felicidad que no se le borraba del rostro. “Ah, se me olvidaba (y con esto concluyó Don Antonio su relato), vuestro tío era algo travieso"
firmado: José Antonio Ramos Pascua.
Setenta años atrás, la última guerra española, mal llamada civil, pues poco tuvo de civilizada, se llevó por delante con su satánico furor a nuestro tío Heliodoro Ramos García, como a tantos otros hombres y mujeres de religión, o de convicción, o de mala suerte.
Para la familia, este mártir salesiano recientemente beatificado en Roma es un orgullo y un misterio. Esperamos que interceda por nosotros allá en las alturas y nos tenemos por privilegiados al contar con la protección de un santo particular, que nos hace sentir como los antiguos romanos, con sus dioses lares en la cocina. Lo sentimos muy próximo en el corazón, pese a que muy poco sabemos de él. Nuestro conocimiento casi se reduce a lo que relata la esquela que en su día mandaron imprimir sus piadosos correligionarios y que incluye una fotografía borrosa y desvaída, la única que de él se conserva.
La mayoría de los que le trataron en vida ya abandonó el teatro del mundo. Tuvo, sin embargo, una hermana gemela que aún vive, con sus 92 años apoyados en un bastoncillo, y que todavía despliega, cuando le dejan, una actividad enérgica y cordial: nuestra querida tía Teresa Ramos García, misionera en el Perú casi desde que aprendió a andar. Cierto que aprendió tarde, porque su presentación en el mundo fue accidentada. Toda la familia estaba celebrando el nacimiento del que llamarían Heliodoro, un bebé sano, rollizo y sonrosado, cuando apareció por sorpresa aquel ratoncito enfermizo, minúsculo y oscuro que ni fuerza para llorar tenía. Nadie pensó que pudiera sobrevivir, pero aun así fue cuidada amorosamente y ella resistió, resistió y sigue resistiendo. Tardó varios años en conseguir desplazarse sobre sus débiles piernecitas, ayudada por el abuelo Rosendo, que alfombraba la calle de paja para amortiguar sus caídas constantes. Cuando al fin captó el secreto de la locomoción, anduvo y anduvo hasta los confines del mundo para ayudar a otros aún más desvalidos. Por esas ironías del destino, aquel ser aparentemente inviable se encamina, con sus pasitos otra vez vacilantes, hacia los cien años; mientras que su recio hermano apenas sobrevivió a la adolescencia. Cabría esperar que la tía Teresa nos hubiera contado mil historias de su compañero de claustro materno, pero desgraciadamente también ella le conoció poco; aunque, quizá por esa misteriosa vinculación de los gemelos, aún lo añora mucho. Según explicó con nostalgia, apenas pudo convivir con él durante la infancia. Debido a los extraños arreglos de la vida rural antañona, a Heliodoro le tocó criarse en casa ajena, a los pechos de una segunda madre, que oportunamente se llamaba Segunda y vivía en Sardón de los Frailes. Ese forzado destierro alimentario derivó en un alejamiento familiar que dificultó la comunicación. Luego, todavía adolescentes ambos hermanos, fueron voluntaria y f elizmente trasplantados a las órdenes religiosas que marcarían su destino, tan dispar en apariencia como parejo en el fondo.
Si hasta para su hermana gemela, Heliodoro es un misterio, ¿quién podría desvelárnoslo? Las madres suelen ser las más seguras cajas fuertes de la memoria de sus hijos, pero la madre de nuestros gemelos sólo pudo sobrevivir dos semanas a la noticia del salvaje final de su retoño.
Otros hermanos tuvo el mártir, pero también emprendieron hace tiempo el viaje sin retorno, y además no eran muy expresivos, o quizá nadie les preguntó. Hemos de aceptar que cuando La Parca decide madrugar, arrastra consigo hasta la biografía de sus presas, borrando su memoria todavía tierna. Sabemos que Heliodoro fue un mozo garrido y piadoso, aunque también travieso y no muy dado al estudio. Lo de la tendencia a la travesura es un dato que todas nuestras escasas fuentes de información reiteran infaliblemente.
Ante tal escasez de noticias, no es extraño que acogiéramos como quien descubre un tesoro escondido la aparición de una fuente inédita e inesperada en una residencia de sacerdotes ancianos de Salamanca. Allí habían ido a parar, obligados por el fallecimiento de su hermana Teresa, que hasta entonces los había cuidado con esmero, dos venerables clérigos conocidos en la comarca como “Los curitas”. Uno de ellos, D. Antonio, dijo conservar recuerdos muy frescos de Heliodoro Ramos García, a quien conoció de joven. De su potente memoria extrajo una anécdota, no muy sabrosa a primera vista, pero sí evocadora y significativa, que arroja un tenue rayo de luz sobre la figura del reciente Beato cuando contaba dieciséis o dieciocho años de edad.
Aunque Heliodoro era natural de Monleras, la historia sucedió en el pueblo vecino, y por supuesto rival, que ayer como hoy responde al pomposo nombre de Villaseco de los Reyes. Allí ejercía como párroco un pariente suyo al que admiraba mucho, Don Vidal. Trasladémonos, por tanto, a la iglesia parroquial de éste, en la Nochebuena de hace setenta y cinco años.
Don Vidal celebraba la Misa del Gallo todo lo esplendorosamente que permitían las estrecheces de la época. En aquellos tiempos duros la gente estaba muy disciplinada por el hambre y la lucha por la vida, de manera que los atrevimientos eran escasos y de poca monta. Por eso, pasmado y perplejo se quedó Don Antonio, que entonces todavía no portaba Don, cuando advirtió que su amigo Heliodoro, aspirante como él a la vida religiosa, poniendo entre paréntesis el recato y el decoro que requiere el ejercicio de tan noble aspiración, subía al Coro detrás de las mozas que desde allí se disponían a cantar en esa ceremonia tan señalada y gozosa. Parece ser que al Coro, una especie de balconcillo colgado en la trasera de la única nave de la modesta iglesia villasecana, mandaba Don Vidal a las mozas para protegerlas, y proteger de paso la solemnidad de la Ceremonia, de las posibles licencias que pudieran tomarse los mozos, cargados a esas horas de la noche, si no de aguardiente, sí de euforia, y enronquecidos de tanto cantar el ande, ande, ande la marimorena. Seguramente Heliodoro, espíritu cándido y sin malicia, sólo quería cantar al niño que nos nace en Navidad, pero sumergirse en aquel mar de tentaciones femeninas no era lo más apropiado para un futuro beato. Don Vidal resoplaba y lanzaba furiosas miradas a las alturas (del Coro), pero su primo, exultante como los ángeles cantores, flotando en el séptimo cielo, no se daba por aludido. No contento con aquella imprudente invasión del gineceo musical de Don Vidal, al terminar la Misa se arrancó nuestro beato con un solo a capella que todavía hoy estremece al Curita, y cuya letra y música es capaz de reproducir sin errar una nota. Como yo no tengo tanta memoria, sólo sé decir que la música era religiosa y que la letra hablaba de unas palomas que vuelan al alto palomar, como las almas al cielo. No sospechaba el cándido cantor que estaba augurando su inminente destino.
Terminada la Misa y desperdigados los asistentes con el corazón regocijado en aquellas Navidades de entonces, que por carecer de todo bienestar material, se gozaban en el alma, llegó el momento de afrontar las consecuencias de la osadía inaudita: la terrible catilinaria de Don Vidal. La regañina fue de las que dejan huella en los anales de la historia. Heliodoro la escuchó con humildad y recogimiento, como una prolongación de la homilía, sin rechistar palabra, y reprimiendo como podía la sonrisa de felicidad que no se le borraba del rostro. “Ah, se me olvidaba (y con esto concluyó Don Antonio su relato), vuestro tío era algo travieso"
firmado: José Antonio Ramos Pascua.
1 Comments:
¡Que bonito! y emocionante.
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